Traducido por Jairo Sandoval

Estando encerrada en mi casa durante la epidemia de Covid-19, tuve bastante tiempo para limpiar rincones olvidados de mi hogar. Una tarde me encontraba sentada en el suelo del sótano, viendo algunas fotos viejas, inmersa en recuerdos.

Me detuve en una foto de mi exnovio de los días del bachillerato. Estaba parado en medio de un grupo de cazadores entusiastas, sonriendo triunfantemente, con un montón de conejos muertos a sus pies.

Mis recuerdos volvieron atrás hacia su sonrisa segura de sí, que recordaba tan bien. Él amaba contarles a nuestros amigos anécdotas de sus viajes de caza, describiendo orgullosamente a los animales que él y su grupo habían matado. Esto era una fuente de discusiones amargas entre nosotros. Una amante de los animales como yo no podía tolerar ver crueldades contra ellos ni siquiera en la televisión.

“¿Cómo puedes hacer esas cosas tan terribles?” Protestaba. “¡Son criaturas vivientes, justo como nosotros!”

“Eres muy sensible”, se burlaba de mí. “Así no es como sobrevives en este mundo”.

Eso es matanza sin sentido”, insistía, pero en vano. Para él, cazar era un deporte divertido, y el continuaba explicando cómo de hecho la caza ayudaba a mantener la población animal.

Un par de años después nos separamos, decepcionados de la actitud hacia la vida el uno del otro.

Nos encontramos nuevamente años después en un evento de caridad de una organización por los derechos de los animales. Yo, como periodista, estaba ahí para cubrir el evento.

“¡¿Tú?!” Exclamé con sorpresa. “¿Qué estás TÚ haciendo aquí?”

Se rio. “Ahora soy una persona diferente, Alma. Convertido”

Lo miré con sospecha. La seguridad en sí mismo no lo había abandonado. “¿Y quién, si puedo preguntar, te convirtió?”

“Tuve una experiencia de Albert Schweitzer”.

“¿Te habló en tus sueños?”

Se rio nuevamente. “No, no. ¿No te acuerdas? Fue alguien que viajó en bote por un río en África, y cuando pasó ante un grupo de hipopótamos, de repente tuvo una visión de la vida”.

Examiné su rostro, preguntándome si debería creerle. Pero él se veía serio. “Bien por ti. Es veinte años tarde, pero de todos modos… Cuéntame más sobre eso”.

Nos sentamos. Como en los viejos tiempos, él amaba contar historias.

Todo comenzó, me dijo, durante las vacaciones de un semestre de la universidad, cuando fue con sus amigos a Austria, en un viaje de cacería. En su segundo día fueron al bosque en las horas tempranas de la mañana, cuando la niebla yacía inmóvil sobre la hierba. Estaban sentados a la espera en el borde de un claro, asombrados por la magia de la naturaleza, cuando oyeron un crujido que provenía de la maleza. A Max le sonó como un siervo. Reaccionó rápidamente e hizo un disparo en la dirección del movimiento. Corrieron hacia el lugar donde presuntamente estaba el animal, y quedaron en shock al encontrar a un anciano tirado en un charco de sangre. Resultó que era un habitante local que estaba recolectando hongos.

Afortunadamente, el hombre se recuperó eventualmente, aunque su brazo derecho quedó paralizado, aún así, Max quedó profundamente traumatizado. Permaneció culpándose a sí mismo por su falta de cuidado, y una vez que retornaron a casa, se hundió en depresión. Perdió interés en sus proyectos previos y abandonó sus estudios universitarios.

Recostado en cama, o sentado en el balcón gran parte del tiempo, repasó su vida hasta el momento, y cayó en cuenta de que nunca había hecho algo que pudiera llamarse “una buena acción”. Sintió que siempre había sido egocéntrico, indiferente, insensible. Llegó a la conclusión de que debía hacer algo para redimir su vida. ¿Pero qué clase de cosa?

La respuesta llegó cuando conoció a su futura esposa Susanna, quien creció en un albergue para huérfanos de Albert Schweitzer, en Suiza. Ella le introdujo a los escritos de Schweitzer, que había conocido durante su niñez. Después de leer los diarios de Schweitzer, Max se dio cuenta de que la redención no vendría de una acción particular, sino de cambiar su actitud entera hacia el mundo en torno suyo.

Por fin se encontró a sí mismo con energías renovadas. Vendió sus armas que alguna vez le habían dado tanto orgullo. Comenzó a interesarse en varias causas sociales, pero aún no sabía qué hacer. Una tarde, cuando su madre lo sorprendió con conejo asado, que alguna vez fue su platillo favorito, le repugnó tanto pensar en el pobre animal muerto que decidió entonces no volver a comer carne nunca más. Poco después decidió dedicarse a la protección de los animales.

“Y aquí estoy”, terminó su historia. “Así fue como aprendí que significa la “reverencia por la vida”. Y como para ilustrar sus palabras, citó varias frases de Schweitzer.

Más tardé busqué algunas de esas frases en una antología de Albert Schweitzer que tenía, “Albert Schweitzer habla” (1964). Y, si mi memoria no me traicione, estas era las palabras:

A través de la reverencia por la vida, llegamos a una relación espiritual con el universo. La profundidad interior del sentimiento, que experimentamos a través de él, nos da la voluntad y la capacidad de crear un conjunto de valores espirituales y éticos que nos permite actuar en un nivel superior, porque entonces nos sentimos realmente en casa en nuestro mundo. A través de la reverencia por la vida nos convertimos, en efecto, en personas diferentes.”